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lunes, 1 de diciembre de 2008

De Granaderos









El 9 julio de 1974, Rafael terminó su carrera militar con el grado de Suboficial Mayor, máximo rango en el escalafón.
Recuerdo como si fuese hoy, a mi papá, junto al Jefe del Regimiento, mi familia y yo, viendo pasar delante de nosotros esos soldados, la banda tocando la marcha de San Lorenzo, todos con sus uniformes de Granaderos, montados a su vez en impresionantes caballos.
La emoción de mi viejo, ya que, especialmente antes de ir al desfile en Plaza de Mayo, todos sus camaradas quisieron homenajearlo de esa manera. Su carrera fue brillante, y digna de tal fue su despedida. Atrás quedaron 30 años de servicio, plagados de anécdotas y reconocimientos. Rafael, proveniente de un hogar humilde, logró ser alguien en la vida, formar una familia, ser querido, respetado por sus pares, y sobre todo por las diferentes camadas de “colimbas” que tuvo a su cargo durante esos años. Era alguien especial, como solía y suelo decir a todo el mundo, no parecía militar. No solo con nosotros sus hijos y mujer demostró con hechos, que para ser un buen soldado no hacía falta ser un prepotente, mal educado, ni matón. Teniendo en cuenta como era el manejo por entonces dentro del ámbito castrense, que él pudiese mantener sus valores y su forma de ser a pesar de todo, es algo que me lleno siempre de orgullo.

Rafael, hijo de una mujer aguerrida, valiente, trabajadora y de padre desconocido.
De pequeño recorrió el norte del litoral de la mano de su madre, una verdadera "busca vidas".
Una infancia con muchas privaciones y momentos límites, que le sirvieron para salir fortalecido y con muchos deseos de superación.
Luego vino su paso por la Escuela Artes y Oficios de Don Bosco, allí aprendió el valor de tener un oficio, el del ser solidario, y sobre todo lo importancia de ser una persona de bien.
Al terminar el secundario, en esa época con 3er año, fue a trabajar en la maderera de su pueblo, con ese sueldo pudo aportar, entre otras cosas, ayuda para la crianza de su hermano menor.
Luego tomó la decisión de entrar en el Ejército, donde aplicó toda su experiencia de vida hasta ese entonces.
Sabía andar a caballo muy bien, así que, resultó sencillo su ingreso al 7mo. de Caballería de Chajarí, Entre Ríos.
Se destacó por su virtuosismo para el salto a caballo, fue así que obtuvo muchos premios representando a su Regimiento.
No solo por esto, si no también por su don de gente y responsabilidad, le valió ser reconocido por sus subordinados, pares y superiores, que vieron en él un ejemplo.
Ese hombre surgido de un hogar por demás humilde, logró sobresalir en una profesión a la cual amaba.
Chajarí, su lugar en el mundo, nadie puede negar que allí vivió los mejores e intensos años de su vida.
Allí conoció a su amor, Chela, una hermosa mujer, refinada y graciosa.
La vio por primera vez, una tarde en la plaza del pueblo, ella tal como se acostumbraba en esa época, junto con un grupo de amigas, caminaban alrededor de la misma.
En una de esas vueltas, mientras el y sus camaradas parados a un costado, con sus uniformes blanco de gala, observaban atentos el paso de las mismas, él en particular no quitaba la vista sobre ella.
Hasta que por arte del destino, el pequeño monederito forrado con hilos de plata, donde guardaba la única moneda que tenía para ir más tarde al cine, se le cayó o dejo caer, eso nunca lo sabremos.
Él raudo, ganando la carrera a sus camaradas, se apoderó del atesorado premio y sin pensarlo se le acercó y con refinada educación tendió su mano para alcanzárselo.
Ella con su sonrisa cautivante le dio las gracias, y él puso como condición para devolvérselo que le permitiera acompañarla en otra vuelta a la plaza, ella accedió y de ese momento fueron inseparables.
Luego de unos meses de noviazgo, empezaron algunos encontronazos con su suegro, este no admitía la epilepsia de su hija y más de una vez trato de humillarlo insinuándole que el era el responsable del recrudecimiento de esos ataques que sufría de tanto en tanto. Fue esto un motivo más para juramentarse que no abandonaría a esta mujer y que haría lo imposible para encontrar una cura a su mal.
Se casaron el 11 de julio de 1949 y tras una luna de miel en Cataratas, se instalaron en casa de los padres de Chela, un año después nació María Rosa, en principio la primogénita.
¿Porque en principio?
Muchos años después, cuando yo el más chico de mis 5 hermanos, era aún un niño, salió a la luz no recuerdo bien en que circunstancia, que mi padre había tenido un hijo varón de joven.
Lo más risueño de esta situación, es la forma que toda la familia tomó la noticia.
Por lo que recuerdo, él mientras estábamos en una sobre mesa, saco el tema de la “galera”, pero lo hizo de una forma tan natural y calmada, que para nosotros fue como si nos hubiese contado que cuando joven, sufrió una fractura o estuvo demorado en alguna cárcel.
Eso tenía mi viejo, esa era su característica principal, la paz y la seguridad que irradiaba (mucho de eso lo heredó mi hermano Fede).
Tan impresionante y conmovedora noticia fue perfectamente contada y entendida sin ningún drama, allí quedo en una anécdota más, no por temor a él ni nada que se le parezca, imagino que lo dijo en el momento justo, ni antes ni después, con una seguridad y sinceridad pasmosa, que nos dejo a todos conformes y sin lugar a enojos, ni reproches.
Luego de 2 años y con 2 años de diferencia entre cada una también, nacieron sus otras hijas, María Isabel y María Celina.
En 1956, llegó el tan anhelado pase al Regimiento de sus sueños, el histórico Granaderos a Caballo Gral. San Martín.
Primero llego de Entre Ríos él solo, alojándose por unos meses en el cuartel, allá en Palermo y visitaba los fines de semana a la familia.
En ese momento, solo en Buenos Aires, vivió uno de los episodios más peligrosos de su vida.
Se desató en la interna militar, una revuelta tras el derrocamiento del General Perón, se formaron dos bandos. Por un lado los Azules y por el otro los Colorados.
Ambos se pertrecharon y tomaron posiciones de guerra.
Él, por obligación como muchos otros, más que por algún ideal en particular, se vio forzado a participar en esa extraña y feroz muestra de fuerzas.

Si bien este conflicto no fue más que esporádicas escaramuzas, que según dicen sin embargo cobro víctimas, por ende el peligro siempre estuvo latente, y en un par de ocasiones se vio inmiscuido en situaciones de verdadero riesgo.
Finalmente este conflicto o juego de poderes terminó y el por suerte pertenecía sin querer al bando ganador, digo por suerte ya que si no hubiese estado entre los vencedores, su carrera militar hubiese terminado allí mismo, con le sucedió a muchos de sus camaradas, que queriendo o no, pasaron al ostracismo y el olvido.

Hizo olvidar prontamente este mal trance, la noticia que finalmente le saliese el subsidio para viviendas, por lo que pudo acceder a su casa, y rápidamente fue por su familia, y juntos reiniciaron sus vidas.
Al principio costo adaptarse a los largos viajes desde Ciudad Evita hasta Palermo.
Por lo que de inmediato se puso el objetivo de comprar un vehículo para trasladarse.
Con su magro sueldo y una familia que ya pasaba a ser numerosa, finalmente pudo comprar un Jeep Willy de la segunda guerra, un poco destartalado y casi con el motor fundido.
Gracias a sus conocimientos de mecánica básica y su acostumbrada osadía, logró
hacer funcionar este noble vehículo.
Por primera vez en su vida y casi al unísono se encontraba siendo propietario de una casa y un digamos auto.
Luego, unos años después, ya nacido su hijo varón Federico, viendo que con su sueldo de militar no era posible mantener a su mujer y cuatro hijos, se metió en el negocio de reparto de vino, que era muy común en la época y así lo hizo tanto para casas de familia, como a almacenes.
Para ello cambio ese Jeep, transformado en una joyita de colección, por una Estanciera, la cual era imprescindible para efectuar los repartos.
Al poco tiempo decidió abandonar su emprendimiento, ya que si bien era rentable, debía dedicarle demasiadas horas luego de volver del cuartel, por ende prácticamente no estaba en casa, es así que decidió dejarlo y tratar de ajustarse al máximo a cambio de no descuidar a los suyos.
Pasada la época de privaciones extremas, gracias a los sucesivos ascensos, la economía familiar lograba cierta estabilización, que casi vuelve a colapsar con la llegada de “Luisito”, el benjamín.
La vida en el cuartel, a medida que los años pasaban, se tornaba más pausada y tranquila.
Tuvo a su cargo muchas camadas de Colimbas, que siempre guardaron un profundo respeto y agradecimiento por el buen trato que les brindara.

También le toco un tiempo como guardia de la Residencia Presidencial de Olivos, allí ya con su grado de Suboficial Mayor, se codeo con los Presidentes de turno.
De esta manera, llego el final de su recorrido por los cuarteles, atrás quedaron las maniobras en el río Miriñiay, los saltos a caballo, las tardecitas en Chajarí, y otras tantas vivencias, que dejaron un sin número de anécdotas y gratos recuerdos.

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