En Febrero de 1972, hice el primer viaje largo de mi vida, junto a mis padres, mi Tío Rulo (hermano de papá) y mis hermanos Isa, Celi y Fede.
Partimos a la madrugada, a bordo del Rambler Ambassador 400, modelo 1963 de papá.
Tenía porta equipajes, y un baúl inmenso (en esa época no existía el GNC).
Cargado al límite, emprendimos la travesía, recuerdo que mi Papá manejaba, mi Mamá iba en el medio y del lado del acompañante estaba mi Tío.
En la parte de atrás mis hermanos, muchos bártulos y yo. Tomamos la Av. Gral. Paz, de 2 manos de cada lado en esa época con un boulevard en el medio, luego la ruta Panamericana mucho más angosta, sin peaje y descuidada por demás, hasta la localidad de Zárate.
Llegamos antes del mediodía, mi padre de inmediato se dirigió a comprar el boleto para la balsa que nos cruzaría a la Pcia. de Entre Ríos, la balsa salía a primera hora de la tarde, nos acomodamos a orillas del Paraná de las Palmas, almorzamos y luego fuimos a visitar unos primos que vivían en la zona.
Las Balsas eran Militares, con motores diesel, existieron para pasar el rió Paraná en Zárate (Bs. As) hacia Entre Ríos, eran dos, una por cada tramo, ya que son dos brazos del río que deben atravesarse. Años después se construyo el puente Zárate Brazo Largo, una obra faraónica, con 2 carriles por mano y un paso ferroviario. La primera balsa la tomamos en Zárate y pasamos el brazo del Rió Paraná de las Palmas, luego hicimos en el auto unos 30 Km. y nos encontramos con el brazo del Paraná Guazú y subimos a la segunda balsa hasta llegar a Brazo Largo E. R. entrada la tarde ya en Brazo Largo, todo era arena y polvo... no había asfalto.
Tomamos la Ruta 14, que si ahora se la denomina "la ruta de la muerte", ¿se imaginan entonces?, era un camino todo de ripio, con peligrosas subidas, bajadas e interminables zanjones de cada lado que alcanzaban los dos o tres metros de profundidad. En ese momento comprendí, para que mi padre había comprado antes de subir a la balsa, esas rejitas que cubrían tanto el parabrisas, como los faros delanteros.
Un infierno de horas y horas de ruido ensordecedor, miles de piedritas golpeando el piso del auto sin cesar, no se podía mantener conversación alguna y la tensión era permanente, verdadera prueba para los nervios.
De pronto, mi papá gritó cuidado!!! a continuación pierde el control del Rambler, fueron segundos que parecieron eternos, el auto derrapó cargado como estaba y terminó a centímetros del zanjón.
¿Que había sucedido?
Horas atrás, antes de salir, pasamos por una gomería para arreglar una pinchadura, aparentemente no le ajustaron bien la rueda trasera derecha, por lo que esta se salió en medio del camino, por fortuna, el auto, al estar tan cargado no permitió que el neumático se saliese del guardabarros, de lo contrario, hubiésemos corrido con otra suerte seguramente.
Bajamos del auto y empezamos a bajar el equipaje del baúl, ya que la rueda de auxilio se encontraba al fondo del mismo.
Teníamos que apurarnos, ya que si nos agarraba la noche en ese lugar se tornaría peligroso, estábamos en plena ruta, con el auto cruzado en la casi inexistente banquina. Fue así, bajo un calor agobiante, que la familia entera puso manos a la obra.
Retomamos el viaje, agotados, sin reservas de agua ni comida.
Una hora más tarde , de repente el auto empezó a colear y papá con todas sus fuerzas trató de dominarlo, pero el vehículo estaba totalmente fuera de control, siguió su veloz carrera hacia la mano contraría, sin que mi padre pudiese evitarlo, ya encomendados el Señor, el bólido "desbocado" freno su aterradora marcha a centímetros del sanjón, esta vez de la mano opuesta.
Se había roto un extremo de la dirección, por ese motivo el auto siguió sin control tantos metros.
Nuevamente allí, en el medio de la nada, pero esta vez mucho más complicados.
La rueda delantera estaba casi salida, con el auto cruzado en la banquina.
Mi papá, como pudo, con un alambre ató el extremo a la rueda, a simple vista el auto parecía bien parado, pero era muy peligroso volver a la ruta en ese estado.
Anochecía, el cansancio y el stress había minado el ánimo de todos.
En ese instante, como por arte de magia, vislumbramos en lo alto de la lomada una silueta de lo que parecía un verdadero ser mitológico, echando humo por sus fauces.
Se trataba de un viejo tractor, que tardo varios minutos en acercase.
De esa mole, bajó un simpático y pequeño hombrecito, con marcado acento entrerriano, que no dudó un instante en tendernos una mano.
Fue así que atamos la linga que traía consigo al paragolpe del maltrecho Rambler, y debajo de una súbita lluvia tropical, el tractor comenzó a remolcarnos.
La imagen de esa mole remolcándonos era la de un esquiador acuático con su lancha delante, el tractor aceleraba y el Rambler con nosotros 7 adentro, iba haciendo eslalon a través del barro.
Unas horas más tarde, ya de noche, agotados, vislumbramos a la distancia las luces de un pueblo. Chajarí, Entre Ríos, una ciudad colonia de inmigrantes en su mayoría alemanes, ubicada al noreste de la provincia a unos 15 kilómetros del río Uruguay, en ese lugar nacieron mi madre y mi hermana mayor. Los abuelos de mi madre se afincaron allí a principios del 1900, vivió con su familia y se casó con mi padre en 1949. En el ’50 nació mi hermana mayor, en el ’52 y ’54 nacieron mis otras dos hermanas en Concordia, Ciudad vecina, y a fines del ’55, se mudaron a Ciudad Evita.
Paramos en un taller y mientras mi Papá y mi Tío hablaban con el mecánico,
fuimos caminando hasta la plaza del centro, casualmente, en ese mismo lugar se conocieron mis padres.
En esa época se acostumbraba como en todas las plazas del país, llegada la tardecita, dar vueltas en grupos alrededor de la plaza, fue así que en una de esas vueltas, mi padre levanto del piso un pañuelo que se le había caído a mi mamá, se lo alcanzó, ella sonrió en señal de agradecimiento y desde entonces fueron inseparables.
Nos encomendaron a mi hermano y a mí, ir hasta la Comisaría que quedaba a pocos metros de donde estábamos, a pedir agua y permiso para pasar al baño.
Nos recibieron muy bien, pero cuando llego el momento de ir al baño, vivimos una experiencia que ninguno de los dos a olvidado hasta hoy. Nos indicaron donde quedaba, debíamos atravesar un angosto pasillo, oscuro y con el piso semi inundado, esto no fue lo peor, cuando estábamos por la mitad, levantamos la mirada y giramos nuestras cabezas hacia la derecha, ahí nos dimos cuenta, que de ese lado no había solo una pared, estaban los calabozos, de pronto escuchamos leves chistidos que provenían del interior de las celdas, oscuras y malolientes.
De pronto, mi papá gritó cuidado!!! a continuación pierde el control del Rambler, fueron segundos que parecieron eternos, el auto derrapó cargado como estaba y terminó a centímetros del zanjón.
¿Que había sucedido?
Horas atrás, antes de salir, pasamos por una gomería para arreglar una pinchadura, aparentemente no le ajustaron bien la rueda trasera derecha, por lo que esta se salió en medio del camino, por fortuna, el auto, al estar tan cargado no permitió que el neumático se saliese del guardabarros, de lo contrario, hubiésemos corrido con otra suerte seguramente.
Bajamos del auto y empezamos a bajar el equipaje del baúl, ya que la rueda de auxilio se encontraba al fondo del mismo.
Teníamos que apurarnos, ya que si nos agarraba la noche en ese lugar se tornaría peligroso, estábamos en plena ruta, con el auto cruzado en la casi inexistente banquina. Fue así, bajo un calor agobiante, que la familia entera puso manos a la obra.
Retomamos el viaje, agotados, sin reservas de agua ni comida.
Una hora más tarde , de repente el auto empezó a colear y papá con todas sus fuerzas trató de dominarlo, pero el vehículo estaba totalmente fuera de control, siguió su veloz carrera hacia la mano contraría, sin que mi padre pudiese evitarlo, ya encomendados el Señor, el bólido "desbocado" freno su aterradora marcha a centímetros del sanjón, esta vez de la mano opuesta.
Se había roto un extremo de la dirección, por ese motivo el auto siguió sin control tantos metros.
Nuevamente allí, en el medio de la nada, pero esta vez mucho más complicados.
La rueda delantera estaba casi salida, con el auto cruzado en la banquina.
Mi papá, como pudo, con un alambre ató el extremo a la rueda, a simple vista el auto parecía bien parado, pero era muy peligroso volver a la ruta en ese estado.
Anochecía, el cansancio y el stress había minado el ánimo de todos.
En ese instante, como por arte de magia, vislumbramos en lo alto de la lomada una silueta de lo que parecía un verdadero ser mitológico, echando humo por sus fauces.
Se trataba de un viejo tractor, que tardo varios minutos en acercase.
De esa mole, bajó un simpático y pequeño hombrecito, con marcado acento entrerriano, que no dudó un instante en tendernos una mano.
Fue así que atamos la linga que traía consigo al paragolpe del maltrecho Rambler, y debajo de una súbita lluvia tropical, el tractor comenzó a remolcarnos.
La imagen de esa mole remolcándonos era la de un esquiador acuático con su lancha delante, el tractor aceleraba y el Rambler con nosotros 7 adentro, iba haciendo eslalon a través del barro.
Unas horas más tarde, ya de noche, agotados, vislumbramos a la distancia las luces de un pueblo. Chajarí, Entre Ríos, una ciudad colonia de inmigrantes en su mayoría alemanes, ubicada al noreste de la provincia a unos 15 kilómetros del río Uruguay, en ese lugar nacieron mi madre y mi hermana mayor. Los abuelos de mi madre se afincaron allí a principios del 1900, vivió con su familia y se casó con mi padre en 1949. En el ’50 nació mi hermana mayor, en el ’52 y ’54 nacieron mis otras dos hermanas en Concordia, Ciudad vecina, y a fines del ’55, se mudaron a Ciudad Evita.
Paramos en un taller y mientras mi Papá y mi Tío hablaban con el mecánico,
fuimos caminando hasta la plaza del centro, casualmente, en ese mismo lugar se conocieron mis padres.
En esa época se acostumbraba como en todas las plazas del país, llegada la tardecita, dar vueltas en grupos alrededor de la plaza, fue así que en una de esas vueltas, mi padre levanto del piso un pañuelo que se le había caído a mi mamá, se lo alcanzó, ella sonrió en señal de agradecimiento y desde entonces fueron inseparables.
Nos encomendaron a mi hermano y a mí, ir hasta la Comisaría que quedaba a pocos metros de donde estábamos, a pedir agua y permiso para pasar al baño.
Nos recibieron muy bien, pero cuando llego el momento de ir al baño, vivimos una experiencia que ninguno de los dos a olvidado hasta hoy. Nos indicaron donde quedaba, debíamos atravesar un angosto pasillo, oscuro y con el piso semi inundado, esto no fue lo peor, cuando estábamos por la mitad, levantamos la mirada y giramos nuestras cabezas hacia la derecha, ahí nos dimos cuenta, que de ese lado no había solo una pared, estaban los calabozos, de pronto escuchamos leves chistidos que provenían del interior de las celdas, oscuras y malolientes.
De más está decirles, que no llegamos hasta el final del pasillo, en medio de esa oscuridad, solo atinamos a volver por donde vinimos, esta vez pegados a la pared, si bien no eran más de 20 metros los que nos separaban de la entrada, fue una verdadera travesía, los chistidos se transformaron en voces que murmuraban “¿nene no me traes agua?”, otras decían “chicos tomen ¿van a comprar cigarrillos?”, al mismo tiempo de esa oscuridad aparecían brazos que se estiraban hasta casi tocarnos, si el pasillo hubiese sido uno centímetros más angosto lo hubiesen logrado.
Finalmente llegamos a la puerta exhaustos, y salimos a paso veloz de la comisaría, cual fugitivos, todo esto hizo olvidarnos por un buen rato de nuestra imperiosa necesidad de ir al baño.
Luego de regreso a la plaza, quedamos mudos y no contamos lo sucedido hasta tiempo después.
A la mañana siguiente, mientras esperábamos que arreglen el auto, recorrimos a pie el pueblo, conocimos por fuera la casa de mis abuelos, un caserón ubicado en una esquina, todo era tal cual como mi madre no lo había descrito muchas veces, con un local a la calle, donde en su época, mi abuelo tenía su negocio de fotografía, y la inmensa galería a un costado que conocíamos también por fotos, era muy temprano y mis padres no quisieron molestar a los nuevos moradores, es así que luego de pasar por el cementerio para visitar a mi abuelo, regresamos al taller a retirar el auto y luego a la ruta para continuar viaje.
Cerca del mediodía, paramos a la vera del arroyo Mocoretá, un lugar soñado. Un pequeño arroyo de agua transparente, que a pocos metros del cruce con la ruta, se perdía en la vegetación, ya que los arbustos formaban una especie de túnel. Jugamos en el agua con mis hermanos y luego con ellos y mi papá, nos adentramos unos cientos de metros, por ese túnel natural, de una belleza incomparable, y de una perfección propia de un ingeniero. El sol que caía en picada a esa hora, y el calor era abrasador, pero allí dentro no se percibía, es más se sentía un aire fresco correr. Al ver que se ponía cada vez más oscuro y al mismo tiempo percibir movimiento en el agua, mi padre sugirió que volviéramos, ya que notó que se trataba de víboras que abundan en el lugar. Nuevamente en camino, estábamos cerca de nuestro destino y unas horas más tarde llegamos finalmente a Santo Tomé, a casi 1.000 kilómetros de Ciudad Evita lugar de donde partimos el día anterior. Santo Tomé pequeño pueblo, ubicado a la vera del Río Uruguay, en la Provincia de Corrientes, a pocos kilómetros de Paso de los Libres. En este lugar vivían mi Abuela paterna, mi Tía María Mercedes y mi prima Ramona. Hacía años que no se veían mi padre y su hermano con ellas, tanto que para mis hermanos y para mí sería primera vez que estaríamos frente a frente con ellas. Entramos al pueblo y luego de recorrer sus calles de tierra, llegamos a la puerta de una casa pequeña, pintada de blanco, con ventanas al frente y la entrada por un costado. Golpeamos las manos y fue en ese momento, al ver salir a mi abuela, sentí que algo se completaba en mi vida. Luego de un momento de profunda emoción, de abrazos, lágrimas y besos, entramos a la casa. Mi abuela María (para variar con los nombres), era el retrato de una aborigen salida del Billiken, con arrugas muy marcadas como nunca había visto antes, la piel curtida por el sol, manos grandes, ojos cansados y una sonrisa que me resultaba familiar, ya que era idéntica a la de mi padre. Recuerdo que me quede varios minutos observándola, nunca había visto a mis 7 años a una persona zaino conocí a mis otros abuelos, fallecieron mucho antes de yo nacer. Así que, estar frente al tronco de mi familia, me resultaba inédito, fascinante, y había en mí muchas preguntas para hacerle. Estaba allí ante mí, por primera vez, el inicio de mi sangre y el final de muchas preguntas con respecto a mi abuela. Detrás de ese rostro duro, encontré una mujer de pocas palabras, que me contó anécdotas inéditas de mi padre, de como deambuló por diferentes lugares hasta llegar allí, lo sacrificado de su vida y como pudo lograr subsistir ella y sus hijos a base trabajo incansable y la ayuda del “padrino” de mi padre, sin embargo al llegar al tema de mi abuelo, tal cual lo venía haciendo mi padre evadió el comentario. De mi abuelo paterno deberé escribir otro capítulo, que seguramente será el más corto, ya que no tengo ninguna referencia de él, quizás se oculte algo complicado, o vergonzoso, no lo sé, lo que sí sé es que tanto mi abuela como mi padre se lo llevaron a la tumba. Queda mi tío para volver a interrogar, la última vez que lo hice, aunque era yo muy chico, no me dijo nada en concreto, pero me dio la sensación que el tampoco sabía a ciencia cierta del tema. Los “Aguirre” si por algo se caracterizan es por tener historias ocultas, de no preguntar, ni ponerse a pensar demasiado acerca de ellas. Quizás esto los mantiene, a pesar de todo lo vivido, medianamente cuerdos. Continuando el relato… Volviendo a la descripción de la casa, lo que más me llamó la atención era el fondo, con un pendiente pronunciada ni bien terminaba la construcción, allí se encontraban todo tipo de árboles y plantas exóticas, no sé si había otra casa detrás, ya que la espesura de la vegetación iba incrementándose a media que uno se adentraba. Pasamos unos días increíbles, lleno de caminatas por senderos y calles serpenteantes con subidas y bajadas, con el río Uruguay a pocas cuadras, bajando la barranca. Finalmente estaba allí en los lugares donde mi padre desde que tengo memoria, me llevaba con sus relatos, sobre su primer trabajo en la maderera, donde de muy joven esperaban él y sus compañeros que desde lo alto de la barranca cayeran los troncos de pino al río y una vez allí, con grandes cepillos, se encargaban de lavar dichos troncos en el agua. También fuimos a conocer en vivo otra de las “historias”, la de un tío de mi papá que criaba nutrias. Este tío de papá era un personaje tal cual nos lo describiera e imaginábamos, un hombre mayor, también con la piel curtida, le faltaba una pierna, un personaje salido no de Billiken como mi abuela, yo diría más bien de una historia de tesoros y piratas. Vivía en una especie de cabaña rodeada de piletones que se confundían con la vegetación selvática del lugar, allí dentro de esos piletones, estaban esos fabulosos y simpáticos animales. Para ser sinceros, tanto mis hermanos como yo, nunca creímos demasiado, hasta ese momento, de estas “historias”, pero toda nuestra incredulidad dio paso a la fascinación, al comprobar la veracidad de las mismas. Luego siguieron fiestas de bienvenida por todo el barrio, aparecieron amigos de la infancia mi padre y tío, por ende cada uno era agasajado cada noche en una casa diferente. También fuimos en lancha hasta la vecina ciudad de Uruguayana en Brasil.Un lugar diametralmente opuesto a Santo Tomé, lleno de gente y urbanizado, allí conocí a los brasileños, que para mi asombro, no eran todos negros afro como suponía, si no que, por el contrario, en ese lugar la mayoría eran descendientes de alemanes y holandeses. Luego de 20 días, emprendimos el regreso, del viaje de vuelta solo recuerdo, quizás por el cansancio acumulado, que paramos una mañana en una chacra, donde por primera vez tomamos leche de vaca recién ordeñada. De Ciudad Evita a Santo Tomé, 1.000 kilómetros de recuerdos imborrables.
Luego de regreso a la plaza, quedamos mudos y no contamos lo sucedido hasta tiempo después.
A la mañana siguiente, mientras esperábamos que arreglen el auto, recorrimos a pie el pueblo, conocimos por fuera la casa de mis abuelos, un caserón ubicado en una esquina, todo era tal cual como mi madre no lo había descrito muchas veces, con un local a la calle, donde en su época, mi abuelo tenía su negocio de fotografía, y la inmensa galería a un costado que conocíamos también por fotos, era muy temprano y mis padres no quisieron molestar a los nuevos moradores, es así que luego de pasar por el cementerio para visitar a mi abuelo, regresamos al taller a retirar el auto y luego a la ruta para continuar viaje.
Cerca del mediodía, paramos a la vera del arroyo Mocoretá, un lugar soñado. Un pequeño arroyo de agua transparente, que a pocos metros del cruce con la ruta, se perdía en la vegetación, ya que los arbustos formaban una especie de túnel. Jugamos en el agua con mis hermanos y luego con ellos y mi papá, nos adentramos unos cientos de metros, por ese túnel natural, de una belleza incomparable, y de una perfección propia de un ingeniero. El sol que caía en picada a esa hora, y el calor era abrasador, pero allí dentro no se percibía, es más se sentía un aire fresco correr. Al ver que se ponía cada vez más oscuro y al mismo tiempo percibir movimiento en el agua, mi padre sugirió que volviéramos, ya que notó que se trataba de víboras que abundan en el lugar. Nuevamente en camino, estábamos cerca de nuestro destino y unas horas más tarde llegamos finalmente a Santo Tomé, a casi 1.000 kilómetros de Ciudad Evita lugar de donde partimos el día anterior. Santo Tomé pequeño pueblo, ubicado a la vera del Río Uruguay, en la Provincia de Corrientes, a pocos kilómetros de Paso de los Libres. En este lugar vivían mi Abuela paterna, mi Tía María Mercedes y mi prima Ramona. Hacía años que no se veían mi padre y su hermano con ellas, tanto que para mis hermanos y para mí sería primera vez que estaríamos frente a frente con ellas. Entramos al pueblo y luego de recorrer sus calles de tierra, llegamos a la puerta de una casa pequeña, pintada de blanco, con ventanas al frente y la entrada por un costado. Golpeamos las manos y fue en ese momento, al ver salir a mi abuela, sentí que algo se completaba en mi vida. Luego de un momento de profunda emoción, de abrazos, lágrimas y besos, entramos a la casa. Mi abuela María (para variar con los nombres), era el retrato de una aborigen salida del Billiken, con arrugas muy marcadas como nunca había visto antes, la piel curtida por el sol, manos grandes, ojos cansados y una sonrisa que me resultaba familiar, ya que era idéntica a la de mi padre. Recuerdo que me quede varios minutos observándola, nunca había visto a mis 7 años a una persona zaino conocí a mis otros abuelos, fallecieron mucho antes de yo nacer. Así que, estar frente al tronco de mi familia, me resultaba inédito, fascinante, y había en mí muchas preguntas para hacerle. Estaba allí ante mí, por primera vez, el inicio de mi sangre y el final de muchas preguntas con respecto a mi abuela. Detrás de ese rostro duro, encontré una mujer de pocas palabras, que me contó anécdotas inéditas de mi padre, de como deambuló por diferentes lugares hasta llegar allí, lo sacrificado de su vida y como pudo lograr subsistir ella y sus hijos a base trabajo incansable y la ayuda del “padrino” de mi padre, sin embargo al llegar al tema de mi abuelo, tal cual lo venía haciendo mi padre evadió el comentario. De mi abuelo paterno deberé escribir otro capítulo, que seguramente será el más corto, ya que no tengo ninguna referencia de él, quizás se oculte algo complicado, o vergonzoso, no lo sé, lo que sí sé es que tanto mi abuela como mi padre se lo llevaron a la tumba. Queda mi tío para volver a interrogar, la última vez que lo hice, aunque era yo muy chico, no me dijo nada en concreto, pero me dio la sensación que el tampoco sabía a ciencia cierta del tema. Los “Aguirre” si por algo se caracterizan es por tener historias ocultas, de no preguntar, ni ponerse a pensar demasiado acerca de ellas. Quizás esto los mantiene, a pesar de todo lo vivido, medianamente cuerdos. Continuando el relato… Volviendo a la descripción de la casa, lo que más me llamó la atención era el fondo, con un pendiente pronunciada ni bien terminaba la construcción, allí se encontraban todo tipo de árboles y plantas exóticas, no sé si había otra casa detrás, ya que la espesura de la vegetación iba incrementándose a media que uno se adentraba. Pasamos unos días increíbles, lleno de caminatas por senderos y calles serpenteantes con subidas y bajadas, con el río Uruguay a pocas cuadras, bajando la barranca. Finalmente estaba allí en los lugares donde mi padre desde que tengo memoria, me llevaba con sus relatos, sobre su primer trabajo en la maderera, donde de muy joven esperaban él y sus compañeros que desde lo alto de la barranca cayeran los troncos de pino al río y una vez allí, con grandes cepillos, se encargaban de lavar dichos troncos en el agua. También fuimos a conocer en vivo otra de las “historias”, la de un tío de mi papá que criaba nutrias. Este tío de papá era un personaje tal cual nos lo describiera e imaginábamos, un hombre mayor, también con la piel curtida, le faltaba una pierna, un personaje salido no de Billiken como mi abuela, yo diría más bien de una historia de tesoros y piratas. Vivía en una especie de cabaña rodeada de piletones que se confundían con la vegetación selvática del lugar, allí dentro de esos piletones, estaban esos fabulosos y simpáticos animales. Para ser sinceros, tanto mis hermanos como yo, nunca creímos demasiado, hasta ese momento, de estas “historias”, pero toda nuestra incredulidad dio paso a la fascinación, al comprobar la veracidad de las mismas. Luego siguieron fiestas de bienvenida por todo el barrio, aparecieron amigos de la infancia mi padre y tío, por ende cada uno era agasajado cada noche en una casa diferente. También fuimos en lancha hasta la vecina ciudad de Uruguayana en Brasil.Un lugar diametralmente opuesto a Santo Tomé, lleno de gente y urbanizado, allí conocí a los brasileños, que para mi asombro, no eran todos negros afro como suponía, si no que, por el contrario, en ese lugar la mayoría eran descendientes de alemanes y holandeses. Luego de 20 días, emprendimos el regreso, del viaje de vuelta solo recuerdo, quizás por el cansancio acumulado, que paramos una mañana en una chacra, donde por primera vez tomamos leche de vaca recién ordeñada. De Ciudad Evita a Santo Tomé, 1.000 kilómetros de recuerdos imborrables.
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