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jueves, 13 de noviembre de 2008
Vacaciones en la costa
Verano de 1973, con 8 años, conocer el mar no me quitaba el sueño, la idea de volver a hacer un viaje sí. Ahora a bordo de un Valiant III modelo 1963, los mismos integrantes de aquel viaje a Santo Tomé, emprendimos otra travesía. Esta vez el destino era Mar de Ajó, con el condimento extra, que ninguno de nosotros conocía el mar. Meses antes, mi papá había hecho un curso acelerado de costura a máquina, como buen autodidacta, desempolvo una máquina que tenía guardada en el galpón del fondo y empezó a practicar con retazos de tela, hasta lograr entender con bastante habilidad el complicado oficio de costurero. Fue así, que logro con dicha máquina plasmar su idea de, a muy bajo costo, tener nuestra propia carpa, ya que en esa época, acceder a una le hubiese costado casi todo el dinero que disponía para las vacaciones.
Salimos un sábado muy temprano, tomamos la ruta 4, camino de cintura, como se la conoce.
En esa época, era una ruta de 2 manos por lado y en infinitos tramos, sobre todo entre Burzaco y Florencio Varela, se transformaba en un intrincado corredor en construcción permanente, la ruta se cortaba, por ende había que desviarse permanentemente por calles internas, o bien cambiar de mano con el consiguiente peligro, ya sea por la mala señalización y/o inexistente iluminación.
Superado ese tramo, por demás estresante, unos kilómetros después nos encontrábamos con la rotonda de Alpargatas y un poco más adelante la arcada de piedra en la entrada al parque Pereyra Iraola.
Luego sobrevenía una ruta, la famosa 2, peligrosa vía de 1 mano por lado, con muchos tramos sin banquina y escasa señalización.
En esa época se la denominaba ruta de la "muerte", recuerdo que en varias oportunidades mi padre tuvo que pisar el freno bruscamente o tirarse a la banquina, por alguna maniobra imprudente de los conductores, tanto los que iban en nuestro mismo sentido, como los que venían de frente.
Siempre me pregunté, ¿porque familias enteras, incluyendo la nuestra, se arriesgaban a transitar en temporada alta por ese lugar?
Pasado los años considero, que como otras muchas cosas en este país, fue un fiel reflejo del atraso y la improvisación de este pueblo, y de la mano del latiguillo “dios es argentino”, el común de la gente, despreocupadamente, se lanzaba a la ruta, endosando siempre al prójimo, la obligación de ajustarse a las reglamentaciones, y sobre todo con esa gran soberbia, de pensar que a uno no le podía pasar y por ende ¿para que ser prudentes?.
La prueba de todo esto, era que las tragedias se sucedían e incrementaban año tras año.
Por suerte o gracia de Dios, llegamos al cruce de Dolores, sin inconvenientes serios, más allá de los mencionados.
Desde allí, se continuamos hacia el partido de la costa por la ruta 63, otro infierno de 2 manos, pero esta vez, para juntar más adrenalina, el camino era serpenteante por tramos, con curvas peraltadas e inexistentes banquinas.
Superado ese tramo también, llegamos a la ruta interbalnearia número 11, el tramo final, uno se relajaba, era como ir por la Avenida 9 de Julio un domingo, en comparación con el resto de lo transitado, desgraciadamente eran los últimos kilómetros, como para que el viajante se quedara con la esa sensación final, olvidando, por lo menos hasta emprender el regreso, las angustias sufridas en el resto del viaje.
Llegamos a Mar de Ajó, que era por aquel entonces, un grupo de casas que se alejaban muy pocas cuadras de la costa.
Entramos por la calle principal y 1 cuadra antes del mar, doblamos a la derecha, y luego de escasas 5 cuadras, la zona urbanizada se terminaba y daba paso a los campings.
Nos ubicamos en uno, de inmediato, mi hermano y yo, corrimos a ver el mar por primera vez, cruzamos el interminable médano y de repente nos encontramos con un espectáculo imponente, quedamos fascinados y atónicos ante lo que a nuestros ojos se desplegaba, un mar verde esmeralda, calmo y brillante.
Nos sacamos las zapatillas y la remera, el calor del mediodía se hacía sentir, y como en malón bajamos raudos y no paramos hasta la primera ola que menguó nuestra veloz carrera.
Un momento inolvidable y por demás emocionante.
Luego de estar un buen rato metidos en ese mar, y darnos cuenta que el agua era sal muera, que no servía ni para enjuagarse la boca, si la tragabas te daba arcadas, había que cuidarse de los pozos, de la corriente que te alejaba peligrosamente de la costa y también te desviaba del lugar de donde habías entrado al principio.
Todas sensaciones y vivencias inéditas para nosotros, ya que nadar en el mar era totalmente diferente a hacerlo en una pileta o en el río, ámbitos más familiares para nosotros.
Luego de un rato, empezamos a sentir el cansancio, el hambre y sobre todo la sed por tanta excitación y desgaste físico.
Entonces emprendimos la vuelta al camping, ya sin el entusiasmo ni las fuerzas, subimos penosamente esa montaña de arena hirviente.
Llegamos como pudimos, nos refrescamos, y contamos nuestra experiencia única al resto.
Acto seguido ayudamos a descargar el auto, mientras mi papá encendía el fuego para el asado.
Cuando llegó el momento de armar la carpa, mi padre le encargo a mi tío que siguiese con el asado, para el mismo ocuparse de darle forma a su creación, cual modisto que acompaña y viste a la modelo en un desfile.
Cuando terminó, sinceramente y con total inocencia, le preguntamos si se había olvidado una parte en casa, pero para nuestro asombro, el nos dijo que: nada faltaba y que así era la carpa terminada.
De inmediato, entendidos que teníamos criterios diferentes para denominar o ver las cosas.
Lo que para él, era una hermosa carpa de color beige, para nosotros no era más que un toldo, sin piso, con una abertura al frente y el auto cerrando la parte posterior.
Pensamos en ese momento,viendo el lado positivo, que era una suerte el haber estrenado la "carpa" en la playa, ya que si lloviera, no "chapotearíamos" en el barro.
Mi padre era así, un poco díscolo, con mucha imaginación y otro tanto de ansiedad.
Por eso creo, que él sinceramente veía en ese toldo hecho con sus manos, la carpa más hermosa y cómoda que existía.
El paso de las horas y sobre todo el lugar imponente donde nos encontrábamos, hizo todo esto pasara a ser una anécdota.
Lo que siguió fueron unos días de playa inolvidables, ver a mi hermana o a mis padres cocinar en una hornallita a garrafa, todo tipo de comidas, alumbrados por el "sol de noche" también a garrafa, dormir 4 sobre catres en la carpa y los otros 2 en el auto.
La gran mayoría de los vecinos de carpa tenían muy buena onda, como suele suceder en los campings, una de las caracteristicas que valoro, y resalto de este tipo de alojamientos masivos.
La cordialidad, educación, generosidad, solidaridad, se respira por lo general en esos lugares.
Por la noche, luego de una larga espera por una ducha caliente, y de la posterior cena, el numeroso grupo de chicos que formábamos esa gran familia del camping, se juntaba para seguir con los juegos.
Un par de horas más tarde, uno a uno iba abandonado, rendidos por el cansancio.
Otras noches, con mi hermano preparábamos el equipo de pesca e íbamos a probar suerte al muelle o bien simplemente tirábamos la línea desde la costa.
Papá nos había comprado, la caña y el riel a cada uno.
Mi hermano, unas semanas antes de las vacaciones, con mi escasa ayuda, se había dedicado a fabricar plomadas, fundiendo el plomo de cañerías viejas en un tarro y luego volcando el metal líquido en un molde hecho con arena.
Luego me enseñó a preparar con la tanza, las líneas, anudando con una gran técnica los anzuelos y la plomada.
Nuestra suerte en la pesca fue escasa, pero todo lo previo y el hecho de compartir esos momentos juntos, era lo realmente importante.
Fueron unas vacaciones inolvidables, no solamente por ser las primeras en el mar, si no también por las nuevas relaciones, tanto dentro como fuera del grupo familiar.
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